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《一千零一夜》连载三十二           ★★★★
《一千零一夜》连载三十二
作者:未知 文章来源:互联网 点击数: 更新时间:2007-09-10 14:37:10

 

PERO CUANDO LLEGó LA 736 NOCHE

Ella dijo:

... Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se mar­chó. Y Aladino pensó durante la noche en todas las cosas hermosas que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar; y se prometió nuevas delicias para el si­guiente día. Así es que se levantó con la aurora, sin haber podido pe­gar los ojos, y se vistio sus ropas nuevas, y empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies con aquel traje largo, al cual no es­taba acostumbrado. Luego, como su impaciencia le hacía pensar que el maghrebín tardaba demasiado, salió a esperarle a la puerta y acabó por verle aparecer. Y corrió a él como un potro y le besó la mano. Y el maghrebín le beso y lo hizo muchas caricias, y le dijo que fuera a adver­tir a su madre que se le llevaba. Des­pués le cogió de la mano y se fue con él. Y echaron a andar juntos, hablan­do de unas cosas y de otras; y fran­quearon las puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron a aparecer ante ellos las hermosas casas particu­lares y los hermosos palacios rodea­dos de jardines; y Aladino los mira­ba maravillado, y cada cual le pa­recía más hermoso que el anterior.

Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más cada vez al fin que se proponía el maghrebín. Pero llegó un momento en que Ala­dino comenzó a cansarse, y dijo al maghrebín: “¡Oh tío mío! ¿tenemos que andar mucho todavía? ¡mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo tenemos delante de nosotros la montaña! ¡Además, estoy fatiga­dismo, y quisiera tomar un boca­do!” Y el maghrebín se sacó del cinturón un pañuelo con frutas y pan, y dijo a Aladino: “Aquí tienes, hijo mio, con qué saciar tu hambre y tu sed. ¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que voy a enseñarte y que no tiene igual en el mundo! ¡Re­pón tus fuerzas, y toma alientos, Ala­dino, que ya eres un hombre!” Y continuó animándole, a la vez que le daba consejos acerca de su con­ducta en el porvenir, y le impulsaba a separarse de los niños para acer­carse a los hombres sabios y pru­dentes. ¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó por llegar con él a un valle desierto al pie de la mon­taña, y en donde no había más pre­sencia que la de Alah!

¡Allí precisamente terminaba -el viaje del maghrebín! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo del Maghreb y había ido a los con­fines de la China!

Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado de fatiga, y le dijo sonriendo: “¡Ya hemos llegado, hijo mío Aladino!” Y se sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo Y lo abrazó con mucha ternura, y le dijo: “Descansa un poco Ala­dino. Porque al fin voy a mostrarte lo que jamás vieron los ojos de los hombres. Sí, Aladino; en seguida vas a ver aquí nusmo un jardín más hermoso que todos los jardines de la tierra. Y sólo cuando hayas admi­rado las maravillas de ese jardín ten­drás verdaderamente razón para dar­me gracias y olvidarás las fatigas de la marcha y bendecirás el día en que me encontraste por primera vez.” Y le dejó descansar un instante, con los ojos muy abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un paraje donde no había más que rocas desperdigadas y matorra­les. Luego le dijo: “¡Levántate aho­ra, Aladino, y recoge entre esos ma­torrales las ramas más secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y entonces veras el es­pectáculo gratuito a que te invito!” Y Aladino se levantó y se apresuro a recoger entre los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y se los llevo al maghrebín, que, le dijo: “Ya ten­go bastante. ¡Retirate ahora y ponte detrás de, mí!” Y Aladino obedeció a su tío, y fue a colocarse a cierta distancia detrás de él.

Entonces el maghrebín sacó del cinturón un eslabón, con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón de ramas y hierbas secas, que lla­mearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha, la abrió y tomó un poco de incien­­so, que arrojo en medio de la hoguera. Y levantóse una humareda muy espesa que apartó él con sus manos a un lado y a otro, murmu­rando fórmulas en una lengua in­comprensible en absoluto para Ala­dino. Y en aquel mismo momento tembló la tierra y se conmovieron sobre su base las rocas y se entre­abrió el suelo en un espacio de unos diez codos de anchura. Y en el fon­do de aquel agujero apareció una loza horizontal de mármol de cinco codos de ancho con una anilla de bronce en medio.

Al ver aquello, Aladino, espanta­do, lanzo un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de su traje, volvió la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de un salto cayó sobre él el maghrebín y le atrapó. Y le miró con ojos me­drosos, le zarandeó teniéndole cogi­do de una oreja, y levantó la mano, y le aplicó una bofetada tan terri­ble, que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó todo aturdido y se cayó al suelo.

Y he aquí que el maghrebín no le había tratado de aquel modo más que por dominarle de una vez para siempre, ya que le necesitaba para la operacion que iba a realizar, y sin él no podía intentar la empresa para que había venido. Así, es que cuando le vio atontado en el suelo, le levantó, y le dijo con una voz que procuro hacer muy dulce: “¡Sabe, Aladino, que si te traté así, fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Por­que soy tu tío el hermano de tu padre, y me debes obediencia!” Lue­go añadió con una voz de lo más dulce: “¡Vamos, Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no pier­das ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces sacarás de ello ventajas considerables y en seguida olvida­rás los trabajos pesados!” Y le besó, y teniéndole para en adelante com­pletamente sometido y dominado le dijo: “¡Ya acabas de ver, hijo mío, cómo se ha abierto el suelo en vir­tud de las fumigaciones y fórmulas que he pronunciado!, ¡Pero es pre­ciso que sepas que obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque de­bajo de esta losa de mármol que ves en el fondo del agujero con un anillo de bronce se halla un tesoro que está inscripto a tu nombre y no puede abrirse más que en tu pre­sencia! ¡Y ese tesoro, que te está destinado, te hara mas rico que to­dos los reyes! Y para demostrarte que ese tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo es posible tocar esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de todo mi poder, que es grande, no podría echar ma­no a la anilla de bronce ni levantar la losa, aunque fuese mil veoes más poderoso y más fuerte de lo que soy. ¡Y una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni bajar un escalón siquiera! ¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no puedo hacer yo por mí mis­mo! ¡Y para ello no tienes más que ejecutar al pie de la letra lo que voy a decirte! ¡Y así serás el amo del tesoro, que partiremos con toda equidad en dos partes iguales, una para ti y otra para mí!”

Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino sé olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibi­da, y contestó: !'¡Oh tío mío! ¡mán­dame lo que quieras y te obedeceré!” Y el maghrebín le cogió en brazos y le beso varias veces en las mejillas, y le dijo: “¡Oh Aladino! ¡eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más pa­rientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, compren­derás ahora, que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agu­jero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!” Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!” El maghrebín contestó: -¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer na­da ya y tu nombre se borraria para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma- de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!”

Entonces se inclinó Aladino y co­gió la anilla y tiró de ella, diciendo: “¡Soy Aladino, hijo del sastre Mus­tafá, hijo del sastre Alí!” Y levantó con gran facilidad la losa de már­mol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva con doce escalones de már­mol que conducian a una puerta, de dos hojas de cobre rojo con grue­sos clavos. Y el maghrebín le dijo: ¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duo­décimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de, ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera. sala verás cuatro grandes calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de polvo de oro; y en la ter­cera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro., Pero pasa sin detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura pa­ra que no toque a las calderas; por­que si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de piedra negra. En­trarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa, pasarás a la segunda, desde la cual, sin detenerte un ins­tante, penetrarás en la tercera, don­de veras una puerta claveteada, pa­recida a la de entrada, que al punto se abrirá ante tí. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí tampoco! Lo atrvesarás caminando adelan­te todo derecho, y llegarás a una escalera de columnas con treinta pel­daños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terra­za, ¡oh Aládino! ten cuidado, por­que enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bron­ce, encontrarás una lamparita de co­bre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡coge­rás esta lámpara, la apagarás, ver­terás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas mancharte el traje, por­que el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y vol­verás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás, detenerte un poco en el jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y mo­tivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!”

Cuando el maghrebín hubo habla­do así, se quitó, un anillo que lleva­ba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: “Este ani­llo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de ri­queza y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!” Lue­go añadió: “¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cui­dado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!”

Luego le besó, y acariciándole va­rias veces en las mejillas, le dijo: “¡Vete tranquilo!”

Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los es­calones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñiendoselo bien, franqueó la puer­ta de cobre, cuyas hojas se abrieron por sí solas al acercarse a él. Y sin olvidar ninguna de las recomendacio­nes del maghrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las cal­deras llenas de oro; llegó a la úl­tima puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los trein­ta peldaños de la escalera de colum­nas, se remontó a la terraza y en­caminóse directamente a la horna­cina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida y tendió la mano y la co­gió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se lo ocultó en el pecho en seguida, sin temor a man­charse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.

Libre entonces de su preocupa­cíón, se detuvo un instante en el úl­timo peldaño de la escalera para mirar el jardín. Y se puso a contem­plar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus fru­tas, que eran extraordinarias de for­ma, de tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con los árboles de los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía fru­tas de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco tur­bio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera virgen. Y las ha­bía rojas, de un rojo como los gra­nos de la granada o de un rojo co­mo la naranja sanguínea. Y las ha­bía verdes, de un verde obscuro y de un verde suave; y había otras que eran azules y violeta y amari­llas; y atras que ostentaban colores y matices de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las frutas rojas eran rubíes, carbun­clos, jacintos, coral y cornalinas; que las verdes eran esmeraldas, be­rilos, jade, prasios y aguas-marinas; que las azules, eran zafiros, turque­sas lapislázuli y lazulitas; que la violeta eran amatistas, jaspes y sar­doinas que las amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las de­más, de colores desconocidos, eran ópalos, venturinas, crisólitos, cimó­fanos, hematitas, turmalinas, peridotos, azabaches y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre el jardín. Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.

Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas fru­tas para comérselas. Y observó qué, no se las podía meter el diente, y que no se asemejaban rnás que por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las san­días, a las manzanas y a todas las demás frutas excelente! de la China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto. Y creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas su­yas, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenán­dose con ellas el cinturón, los bol­sillos y el forro de la ropa, guar­dándoselas asimismo entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se metió tal cantidad de aque­llas frutas, que parecía un asno car­gado a un lado y a otro. Y agobia­do por todo aquello, se alzó cuidado­samente el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de precaucion atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva, a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el maghrebín.

Y he aquí que, en cuanto Ala­dino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la es­calera, el maghrebín, que se hallaba encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo pacien­cia para esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le dijo: “Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?” Y Aladino contestó: “¡La tengo en el pecho!” El otró dijo: “¡Sácala ya y dámela!” Pero Aladino le dijo: ¿Cómo quieres que te la de tan pronto, ¡oh tío mío!, si está entre todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas par­tes? ¡Déjame antes subir esta esca­lera, y ayúdame a salir del agujero; y entonces descargaré todas estas bo­las en lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperian! ¡Y así podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuan­do esté libre de esta impedimenta insuperablel ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que bien quisiera verme desem­barazado de ella!” Pero el maghrerín, furioso por la resistencia que hacia Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara le gritó con una voz es­pantosa como la de un demonio: “¡Oh hijo de perro! ¿quieres darme la lampara en seguida, o morir!” Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bo­fetada más violenta que la primera, se dijo: “¡Por Alah, que más vale resguardarse! ¡Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!” Y volvió la espalda, y reco­giéndose el traje, entró prudente­mente en él subterráneo.

Al ver aquello, el maghrebín lan­zó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de desespe­ración por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: “¡Ah maldito Aladino! ¡vas a ser castigado como mereces!” Y corrió hacia la hogue­ra, que no se había apagado toda­via, y echó en ella un poco del pol­vo de incienso que llevaba consigo murmurando una fórmula magica. Y al punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerro por si sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo her­méticamente el agujero de la esca­lera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.

Porque como ya se ha dicho, el maghrebín era un mago insigne ve­nido del fondo del Maghreb, y no un tío ni un pariente cercano o le­jano de Aladino. Y había nacido ver­daderamente en Africa, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad....

  En este, momento de su narracion Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.
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